’Catón’

El Dominio del Canadá

El Dominio del Canadá
Periodismo
Enero 23, 2020 21:28 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

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¿Habrá alguien que recuerde esa obra teatral? Se llamaba ’El juramento del caudillo huronés’, y fue representada en el salón de actos de San Juan Nepomuceno por un grupo de aficionados del cual yo formé parte. Esto debe haber sido en el año 46 del ya pasado siglo. Tendría yo 8 años. Era un niño, y muy jóvenes eran los otros integrantes del ’cuadro escénico’ -así se decía entonces-, entre quienes recuerdo únicamente a tres: Baltasar Cavazos Flores, Luis Treviño Medrano y Rodolfo Rodríguez Fernández. Los dos primeros llegaron a ser muy distinguidos abogados; a Fito le perdí la huella.

Aquella pieza dramática la dirigió doña Emma Fernández, madre de Rodolfo, señora muy estimable, muy católica, que fundó y alentaba con apostólica entrega un grupo religioso llamado ’Guardia de Honor del Santísimo Sacramento’. Aquella obra teatral que digo tenía como tema la evangelización del Canadá por jesuitas franceses. Su principal personaje era un gallardo jefe indio que renunciaba a la vida del salvaje y se convertía a la verdadera fe. No sé si saldría ganando con el cambio; me limito a relatar la trama de la obra, adaptada de una novela que al paso de los años el talentoso y generoso Sergio Avilés me hizo el gran favor de buscar para regalármela.

Fue en aquella obra cuando por vez primera oí el nombre del Canadá. No había leído todavía las novelas de Gustave Aymard o James Fenimore Cooper, ni menos aún esa romántica historia de amor en los bosques canadienses, ’María Chapdelaine’, que conocí en la edición de Losada. Me sucedió, por tanto, algo parecido a lo que narra Micrós en uno de sus cuentos, el de aquellos niños que cuando oían la frase: ’el Dominio del Canadá’ pensaban que el tal Dominio era un gigante u ogro.

Hace un par de meses fui a Montreal a dar una conferencia. Los pocos días que estuve ahí me bastaron para sentir el espíritu francés que priva en esa bella ciudad. Después de París es Montreal la segunda población ’francófona’ del mundo. Conserva su tradición y guarda los recuerdos de aquellos pioneros -cazadores, tramperos, gambusinos- que lucharon contra el indio, los hielos, el río, los ingleses, la soledad, los osos... Sentado en el lobby del ’Queen Elizabeth’, uno de los hoteles de más prosapia en la ciudad, vi pasar las elegantes mujeres -pálidas y altas, desdeñosas, vestidas con blue jeans y abrigo de visón-, y me pregunté si pensarán alguna vez en sus tatarabuelos, que caminaban con raquetas en la nieve y se cuidaban de no perder la vida –y la cabellera- a manos de un piel roja.

Mi anfitrión me invitó a visitar su cabaña en el bosque, sobre un monte, a 80 o 100 kilómetros de Montreal, y me mostró cómo se hace la miel de maple. La hoja de ese árbol es el emblema canadiense. En realidad la palabra ’maple’ es voz inglesa. En castellano ese árbol sería el arce. Pero ¿habrá quién pida miel de arce para sus hot cakes?

Pruebo el melado líquido, aquel auténtico jarabe, y le hallo un exquisito sabor natural que acá no conocemos. Gozo también los recios manjares de la cocina local: los jamones ahumados, el fuerte tocino, un pastel de carne de venado, los encurtidos que se guardaban en la nieve y aparecían a la llegada de la primavera, con el primer deshielo, como un tesoro que se había olvidado...

Y doy gracias a San Cristóbal, santo patrono de los viajeros, gigante como el Dominio del Canadá, que guió mis pasos a Montreal. No sé si volveré.

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