Zapata


Ser taxista nunca estuvo en sus planes

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Julio 29, 2017 12:36 hrs.
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* Juan Diego Hernández Sarcos dejó de llamarse así cuando entró a trabajar en la Lemon Car Company y se convirtió en Zapata.
Isabel Salas[1]
Ser taxista nunca estuvo en sus planes, ni emigrar, ni mucho menos llorar como un pendejo el día que llevó al desguace su viejo taxi. Parado en pie, delante de su coche, sintió que un ciclo se cerraba, señalando la hora exacta de regresar a su ciudad natal, recuperar su nombre, decir adiós a los limones amarillos y sobre todo, de volver a Jimena.

Ese día se sintió un poco poeta, al intentar poner en palabras el extraño sentimiento que lo embargó al comprobar que un taxi casi muerto, o casi a punto de ser asesinado, es mucho más que un simple cadáver o un ataúd. Lleva dentro muchos más difuntos que cualquier coche fúnebre llevará jamás, pues cada una de sus piezas está impregnada con tantas impaciencias, tantos sueños y tantos deseos o reproches de cada una de las personas que pasaron por él, que al llegar al desguace, a Juan, le pareció que su viejo compañero lamentaba y temía el momento que estaba por llegar en nombre de todas aquellas vidas que aún vivían en él.

Zapata, no sabía si era él quien sollozaba o era el coche que lloraba como él nunca había visto llorar a nadie. Podía sentir cada una de aquellas bocanadas como estertores que naciesen de sus propios pulmones obstruidos por el llanto de los veinte años que lo separaban de su linda Jimena.

Se preguntó, mientras apartaba sus lágrimas de un manotazo, si otros taxistas tendrían la costumbre de hablar con su coche como él había hablado durante tantas horas con el suyo. Él, que era el hombre más callado que sus pocos amigos conocían, había sido incapaz de decir en voz alta el nombre de su novia, en ninguna circunstancia, y sin embargo, había pasado horas y horas contándole a su taxi la salida precipitada de su ciudad, la noche en que su padre lo despertó y le dijo levanta que nos vamos.

Había llorado, con amargura, la imposibilidad de despedirse de su novia, los primeros años en California. Durante las primeras semanas en su nueva tierra, recreaba en su mente una y otra vez la forma apremiante en que su padre y su madre les habían pedido a él y sus hermanos que vistieran varias prendas y se metieran en los bolsillos las dos o tres cosas que se quisieran llevar, ya que iban a cruzar la frontera en pocas horas en busca del sueño americano y el equipaje debía ser leve.

El Juan de aquellos primeros días, imaginaba, abochornado, las lágrimas de Jimena cuando horas después de su partida hubiera descubierto la marcha de su novio y su familia, y como, y en que grado, debió sentirse traicionada. En parte por vergüenza y en parte porque no sabía cómo pedir perdón, había dejado que los años pasaran sin entrar en contacto y sin dejar ni un sólo día de pensar en ella.

El muchacho de quince años, se había convertido en un hombre de treinta y cinco, con veinte años de duras experiencias y diferentes empleos a sus espaldas. Supo a través de amigos en común que ella se había casado y que tenía tres hijos, supo también que el marido era un buen hombre cuando no bebía y que cuando el demonio del tequila le nublaba la razón convertía a Jimena en saco de boxeo. Supo que a uno de sus hijos lo atropelló una moto y que en el entierro ella se desmayó y al caer se rompió dos dientes.

Supo también que ella nunca más había vuelto a pronunciar su nombre y que si alguien intentaba darle noticias de Juan o su familia, ella se daba la vuelta y se alejaba.

Y ahora, esperando el momento en que la máquina compactadora acabase con todos los miles de alientos que aún vivían en la respiración de su coche, supo que solamente una cosa sobreviviría a aquel impacto mortal: su deseo de volver a Jimena.

Un golpe fuerte que le recordó el portazo de su casa veinte años antes cuando su madre cerró con lágrimas y sin llave la puerta del único hogar que Juan había conocido.

Un portazo metálico que le decía sin lugar a dudas que los caminos se pueden andar en los dos sentidos y que era la hora de volver.

Zapata murió allí mismo, junto al taxi amarillo.

Juan Diego Hernández Sarcos, pronunció por primera vez en tantos años el nombre de su amada seguido de una promesa.

(1) Isabel Salas es escritora

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