Oaxaca Noticias
Javier Hernández Córdova
Sexteto de crónicas*
(Quinta entrega)
Jonathan Daniel Flores Méndez
1. Antes del nombre: Yuriza y Lubidu – Los orígenes orales de Santa María La Chichina.
Dicen que toda historia comienza con una necesidad, y en el caso de Santa María La Chichina, esa necesidad fue el agua. Mucho antes de que el nombre actual resonara entre danzas, campanas y peregrinaciones, existieron dos pueblos olvidados por los registros escritos, pero vivos en la memoria de los ancianos: Yuriza y Lubidu. Estos nombres no aparecen en mapas coloniales ni en archivos municipales; sobreviven únicamente en los relatos transmitidos al calor del fogón, entre historias de los abuelos que, con voz pausada y firme, tejían los hilos del origen.
Ubicados en lo más alto de las montañas oaxaqueñas, Yuriza y Lubidu eran comunidades pequeñas que compartían una geografía agreste y un destino común: la sequía. El agua, ese recurso que para muchos es tan cotidiano como invisible, en estas tierras se volvió la línea que separa la vida de la muerte. La tierra, dura y agrietada, dejaba poco margen para la agricultura. El sol caía como fuego sobre los techos de palma y los cultivos escasos. Los pobladores, orgullosos pero agotados, comenzaron a entender que su resistencia tenía un límite: la naturaleza misma les imponía un cambio.
Enfrentados a la misma necesidad vital, ambos pueblos comprendieron que el aislamiento no les daría la salvación. En un acto de conciencia colectiva, decidieron unirse, y esta unión no fue simplemente geográfica: fue también espiritual y cultural. No era una fusión entre iguales, sino un proceso comunitario de búsqueda, donde todos, desde los ancianos hasta los niños, participaron en la gran travesía. La necesidad de agua se volvió guía, brújula y motivo. Así, comenzaron un éxodo en miniatura por los cerros, buscando señales en el paisaje, interpretando la tierra como si de un texto sagrado se tratara.
Caminaron montaña arriba y cerro abajo, sorteando las dificultades del terreno, las dudas del alma y los peligros naturales. La sierra, generosa y desafiante, los puso a prueba. Y entonces, ocurrió: llegaron a una planicie. Un espacio abierto, inesperado, como si la tierra por fin les hablara. Uno de los caminantes, al ver la amplitud del lugar, exclamó: Lachibichina, palabra en su lengua que significa: Plano está donde llegué. No fue una declaración casual. En las cosmovisiones indígenas, las palabras nombran el mundo, lo definen, lo fundan. Así, ese acto lingüístico se volvió el primer cimiento simbólico del pueblo: lo nombraron, y al hacerlo, lo hicieron existir.
Pero, no fue sólo la forma del terreno lo que los convenció de quedarse. Poco más abajo, los exploradores encontraron lo que tanto habían buscado: agua. No uno, sino varios manantiales. Agua clara, viva, que cantaba entre las piedras y susurraba la promesa de la fertilidad. En ese momento, el agua dejó de ser un sueño y se convirtió en raíz. Decidieron establecerse allí. Empezaron con lo esencial: construyeron chozas con sus manos, abrieron caminos, sembraron maíz y frijol, cazar animales locales y comenzaron a contar las primeras historias de ese nuevo hogar.
Aunque no hay fechas exactas ni documentos que certifiquen este momento fundacional, la voz de los ancianos ha mantenido vivo el relato. Ellos afirman que fue mucho antes de que los conquistadores pisaran sus tierras. En ese sentido, el origen de La Chichina no fue escrito con tinta sobre papel, sino con pies descalzos sobre la tierra húmeda, con manos que construyeron sin planos, con voces que contaron sin necesidad de pluma ni pergamino.
Este primer momento de la historia es clave porque muestra que el nacimiento del pueblo no fue una imposición externa, sino una respuesta interna, comunitaria y espiritual a una necesidad vital. La unión de Yuriza y Lubidu no fue una fusión forzada por poderes coloniales ni por intereses políticos, sino una decisión de sobrevivencia y esperanza. En esa decisión está el germen de lo que luego sería Santa María La Chichina: un pueblo nacido no del poder, sino del agua.
2. El hallazgo del llano: ’Lachibichina’ – El lenguaje como fundación del territorio.
Después de dejar atrás los antiguos territorios de Yuriza y Lubidu, tras jornadas de búsqueda marcadas por la fatiga, la esperanza y la voluntad colectiva, los caminantes llegaron a un lugar distinto a todo lo que habían visto antes. Era un espacio abierto, una planicie que contrastaba con los escarpados cerros y la espesura de la sierra que los rodeaba. El aire ahí era más suave, el cielo más amplio, y el silencio, diferente. Era como si el territorio los estuviera esperando.
Este momento no puede entenderse sin considerar la visión indígena del mundo, donde el lenguaje tiene poder performativo. Nombrar es consagrar. En muchas culturas originarias de Oaxaca, el territorio no es sólo un espacio físico, sino un ente vivo con el que se establece un pacto. Por eso, cuando ese caminante dijo ’Lachibichina’, estaba reconociendo una señal y, a la vez, sellando un compromiso con el lugar. El llano no solo era apto para vivir, sino que los había llamado.
El asentamiento en esa planicie fue más que una elección estratégica: fue una decisión espiritual. Los manantiales que brotaban unos metros más abajo reafirmaron que aquel era el sitio correcto. No fue la mano de un cacique ni el mandato de un virrey lo que definió la fundación del pueblo, sino la voz de un habitante y el murmullo del agua naciente.
La comunidad comenzó entonces su construcción desde lo más básico. No había iglesias ni caminos de piedra, ni escuelas ni oficinas; solo chozas de palma y barro, fogones encendidos al amanecer, sembradíos que brotaban como extensión de la esperanza. La arquitectura era sencilla, pero profunda en su significado: cada casa era un símbolo de permanencia, de confianza en ese nuevo suelo. El pueblo creció como crece una planta: despacio, enraizándose.
Las primeras generaciones nacidas en Lachibichina no conocieron Yuriza ni Lubidu. Para ellos, el llano ya era su mundo. Fueron criados con historias del viaje, del esfuerzo conjunto, del día en que encontraron el agua. Los abuelos comenzaron a tejer un relato oral que dotaba al lugar de un aura sagrada. El manantial no era solo una fuente: era la prueba de que habían sido guiados.
Este nuevo asentamiento fue, además, un lugar de conciliación. Las culturas, lenguas y costumbres de los dos pueblos originales comenzaron a mezclarse. Surgieron nuevas formas de organización, nuevos acuerdos comunales y, sobre todo, una nueva identidad que aún no se llamaba Santa María La Chichina, pero que ya era distinta a lo anterior. Lo que nació fue una comunidad mestiza de origen indígena, pero con una identidad propia, tejida desde la necesidad, el hallazgo y la palabra.
3. Del eco indígena a la voz católica: la transformación de Lachibichina en Santa María La Chichina.
La historia de los pueblos indígenas en México está marcada por momentos de ruptura y transformación, de encuentros forzados y de resistencias silenciosas. Uno de los puntos más significativos en la historia de Santa María La Chichina es precisamente ese instante en que su nombre, nacido de la lengua y del paisaje, fue alterado por la llegada de un mundo ajeno: el de los conquistadores españoles.
Cuando los europeos llegaron a la región, encontraron un pueblo ya formado, un asentamiento con raíces profundas en la tierra y en la memoria oral. El llano fértil y el canto de los manantiales hablaban de una comunidad viva, con organización y sentido propio. Sin embargo, la lógica del poder colonial no entendía de historias contadas al calor del fogón. Buscaba registros, escrituras, estructuras visibles. Lo que no podía pronunciar, lo transformaba.
Así ocurrió con el nombre Lachibichina. Para los españoles, esa palabra era extraña, difícil de repetir, ajena a sus fonéticas. Como ocurrió en muchos otros lugares del país, simplificaron, deformaron y reconfiguraron el sonido indígena hasta convertirlo en algo más accesible para su lengua. Así nació La Chichina, una adaptación que, aunque conserva parte de la sonoridad original, pierde su sentido profundo: aquel enunciado de origen que nombraba la planicie como lugar elegido por los dioses y los hombres.
Pero la transformación no fue solo fonética. La llegada del cristianismo trajo consigo una nueva forma de mirar el mundo, de habitarlo y de organizarlo. La cruz se alzó como símbolo de un nuevo orden, y con ella llegó la necesidad de integrar la fe católica a la vida cotidiana del pueblo. Fue entonces cuando, a la palabra deformada por la lengua, se le agregó un nuevo elemento: la Virgen de la Natividad.
Los relatos orales recuerdan que con la llegada de una imagen de la Virgen ―probablemente traída por los misioneros o encomenderos―, el pueblo recibió su nuevo nombre oficial: Santa María La Chichina. Este no fue un simple cambio administrativo. Fue un acto de reconfiguración simbólica: se introdujo una dimensión religiosa que, si bien ajena en sus orígenes, fue apropiada por la comunidad con el paso del tiempo. La figura de la Virgen comenzó a ocupar un lugar central en la vida espiritual del pueblo, a tal grado que cada 8 de septiembre se celebraría, hasta hoy, su fiesta patronal.
El año 1776 es mencionado por los ancianos como el momento en que esta transformación quedó sellada. Aunque no existan registros escritos formales de esa fecha, el relato oral la sostiene como un punto de inflexión. Desde entonces, el nombre completo del pueblo comenzó a usarse en documentos oficiales, en misas, en festividades y en la identidad comunal.
Este proceso es revelador. A diferencia de muchos pueblos que fueron renombrados por completo, en La Chichina se conservó parte de su raíz fonética. Esa permanencia, aunque mínima, es un acto de resistencia sutil: el pueblo no abandonó del todo su nombre originario. Lo transformó, lo resignificó, lo mezcló con la nueva fe sin borrar del todo su memoria.
La Virgen de la Natividad no se impuso únicamente desde fuera. Con el tiempo, fue adoptada por la comunidad, no solo como símbolo religioso, sino como protectora, como madre espiritual del pueblo. Su imagen se entrelazó con las aguas del manantial, con los cantos de las festividades, con la historia de los que migraban y regresaban. La religiosidad popular hizo suya la figura, no desde la sumisión, sino desde la reinterpretación.
Así, el paso de Lachibichina a Santa María La Chichina es más que un cambio de nombre. Es la historia viva de una transformación compleja: de cómo un pueblo se adaptó sin desaparecer, de cómo la palabra indígena se deformó, pero también sobrevivió, y de cómo la fe católica, aun impuesta, fue adoptada y moldeada por la comunidad hasta volverse parte integral de su identidad.
*Sexteto de crónicas reúne textos del curso ’Invitación a la crónica’ coordinado por el escritor Abelardo Gómez Sánchez en la Biblioteca Andrés Henestrosa.