Alejandra Salazar
Si alguna vez pudiéramos medir las veces que hemos herido con palabras o silencios,
viviríamos atormentados por la misma pregunta: ¿por qué lo hice? Pero no existe forma de entrar en la mente de los demás. Y en esa imposibilidad, seguimos
rompiendo lo que decimos amar.
Crecemos repitiendo gestos, copiando ejemplos, creyendo que el amor duele porque así lo aprendimos. Hasta que un día algo dentro se rompe, y comprendemos que aquello que parecía normal era, en realidad, anormal.
Entonces comienza la adultez: trabajo, soledad, ansiedad, esa sensación constante de vacío que nadie enseña a nombrar. Y sin embargo, no todo se derrumba; hay manos que sostienen, miradas que acompañan, voces que nos recuerdan que sanar también es una forma de amar.
—Oye, Alejandra… ¿y el amor?
Me alegra que preguntes, Erick.
El amor, querido amigo, desde mi experiencia, se vive tres veces.
El primero es un temblor: inocente, torpe, lleno de carencias, donde se ama sin saber qué es amar.
El segundo es fuego: intenso, devorador, lleno de eternidades que el tiempo desmiente. Y el último… el último es raíz. No necesita adornos ni juramentos; solo presencia. Es el amor que sobrevive a los años, a los miedos, a los errores. Ese que te enseña que amar también es
reparar. Pero cuando por fin entiendes, ya es tarde.
Tarde para pedir perdón, tarde para el abrazo, tarde para el amor. Entonces miras lo que rompiste y entiendes que no habrá poder humano que lo repare. Solo queda esperar… y rezar, quizá, solo quizá, que algún día te vuelva a mirar con fe, con
ternura, con confianza.
Porque fuiste su ejemplo, su refugio, su inspiración. Y ahora, cuando te preguntes qué quedó de todo eso, recuerda las palabras de Mon Laferte:
¿Dónde quedó tu humanidad, tu paternidad?