*«La suerte está echada», pensó cuando dejó Tenochtitlán y marchó a Veracruz para hacerle frente a Pánfilo de Narváez la mañana del 10 de mayo de 1520. Mientras ordenaba a sus hombres que se prepararan para partir, le dijo a Marina que también se alistara para dejar la capital imperial.

Las caras ocultas de Hernán Cortés, de Alejandro Rosas

Las caras ocultas de Hernán Cortés, de Alejandro Rosas
Cultura
Enero 12, 2020 13:38 hrs.
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2020-01-12
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Hernán Cortés, pintura de José Salomé.
(Fragmento)

Llovía a cántaros, el agua se filtraba por las armaduras de los hombres de Cortés mientras aguardaban el momento propicio para atacar. La adrenalina, la excitación que precede a la batalla, los mantenía alerta, pero estaban ¬exhaustos. Habían llegado a marchas forzadas a unas leguas de Cempoala y solo esperaban la señal de su capitán general para atacar.
Se quedaron quietos, escuchando el sonido de la lluvia que golpeteaba sobre la exuberante vegetación, excepto cuando se escuchaban los truenos; los rayos se reflejaban en las armaduras lodosas, en las espadas y las lanzas de los soldados. Para Hernán Cortés no había un mañana; si no salía victorioso, sus planes, sus sueños, su ambición se esfumarían. No podía permitirse fallar, la derrota no era una opción.
«La suerte está echada», pensó cuando dejó Tenochtitlán y marchó a Veracruz para hacerle frente a Pánfilo de Narváez la mañana del 10 de mayo de 1520. Mientras ordenaba a sus hombres que se prepararan para partir, le dijo a Marina que también se alistara para dejar la capital imperial.
—Vendrás conmigo, te necesito a mi lado —le expresó.
Marina asintió complacida, pues para ella ningún lugar en la Tierra era mejor que junto a Cortés. No se había separado de su lado desde que el español supo que hablaba la lengua de los mexicanos, en abril de 1519. Era su mujer y su traductora, y, como a Cortés, la suerte también le sonreía: había salido con bien de todas las andanzas en las que acompañó al español —que no eran pocas— y esperaba seguir contando con la venia de los dioses, o al menos con la del dios al que el capitán general le entregaba su fe.
El destino alcanzó a Hernán Cortés en mayo de 1520. Sabía que tarde o temprano su compadre Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, reuniría los recursos suficientes para enviar por él, y ese momento había llegado. Hasta oídos de Velázquez llegó la información de que Cortés había despachado una nave desde Veracruz con grandes tesoros para el rey Carlos V, así como una carta solicitándole su autorización para proseguir la conquista. La noticia desató la ira de Velázquez; su compadre lo había traicionado y debía hacerlo pagar.
Velázquez gastó hasta el último real para organizar una expedición punitiva, cuyo fin era aprehender a Cortés junto con sus capitanes y llevarlos de vuelta a la isla, donde seguramente los esperaba la horca. Desde luego, Velázquez y sus hombres se harían cargo de la conquista de México en el punto donde la dejara Cortés.
Se cumplía apenas un año y tres meses desde su salida de Cuba y parecía que mediaba la eternidad. Cortés había logrado lo inimaginable: llegó a Tenochtitlán con poco menos de 300 españoles y aliados tlaxcaltecas y sometió sutilmente al emperador Moctezuma sin haber derramado una gota de sangre mexica.
Suficiente para ufanarse, pero si algo había acompañado a Cortés en todo momento era la prudencia, y la situación la requería, sobre todo cuando le comunicaron que habían llegado a las costas de México 18 naves con cerca de 1 000 hombres, 80 caballos y más de diez piezas de artillería al mando de Pánfilo de Narváez, cuya vanidad era por todos conocida y que habría dado un ojo por vencer a Cortés y llevarlo vivo o muerto de regreso a Cuba.
Las naves de Narváez llegaron a San Juan de Ulúa a principios de mayo de 1520. Los espías de Moctezuma, siempre atentos, corrieron a Tenochtitlán y mostraron a su emperador y a Cortés dibujos donde describían gráficamente cómo estaba compuesta la expedición. Las 18 naves atracadas habrían hecho palidecer a cualquiera, pero Cortés no era de los que rumiaban sus penas; de inmediato comenzó un intercambio epistolar con Narváez para ganar tiempo.
Todos querían llevar agua a su molino. Narváez marchaba deseoso por mostrar que era superior a Cortés. Nadie dudaba de su valentía, pero sus mayores defectos eran la vanidad y una necedad que lo conducía con frecuencia por los caminos de la imprudencia, y Cortés lo sabía.
Moctezuma también movía sus piezas. Fue el primero en saber de la nueva expedición gracias a sus mensajeros que iban y venían con noticias. Le brillaron los ojos cuando supo que Narváez —a quien incluso le envió regalos— tenía como fin capturar a Cortés porque se había rebelado contra su rey, o al menos eso fue lo que interpretó el monarca azteca, quien vio la posibilidad de desasirse del yugo español si Cortés era derrotado por sus propios compañeros.
Por su parte, Cortés sabía que la presencia de Narváez podría arruinar sus planes y romper la estabilidad y el equilibrio que había logrado establecer en México, pues si bien el emperador Moctezuma era su prisionero, se movía con entera libertad por la capital —lo cual le daba tranquilidad a su gente—, aunque siempre con una guardia personal de españoles que no lo dejaba ni a sol ni a sombra, encabezada por el mismísimo Pedro de Alvarado, mano derecha de Hernán Cortés.
La correspondencia con Narváez solo era una estratagema para ganar tiempo. Ambos pensaban lo mismo y ambos sabían que tendrían que enfrentarse en el campo de batalla. Sin embargo, Cortés aprovechó los correos que enviaba para comunicarse de manera clandestina con otros hombres de la expedición a quienes conocía de sus años en Cuba. Mandó cartas, mensajes y promesas, e hizo lo que mejor sabía hacer: comprar voluntades. Ofreció oro, plata, riquezas y tierras. Así fue diezmando la lealtad de esos hombres hacia Narváez.
La noticia de que el cacique gordo de Cempoala —su primer aliado de importancia en 1519—, así como otros pueblos que seguían leales a Tenochtitlán, habían ofrecido su ayuda a Narváez llevó a Cortés a tomar la decisión de marchar hacia Veracruz. Había llegado el momento de tomar cartas en el asunto en vez de escribirlas.
El momento era delicado. Cortés solo contaba con 150 españoles en Tenochtitlán. En los últimos meses había despachado a sus hombres: a unos los envió a explorar regiones cercanas, a otros los destinó a las poblaciones que conocían para mantener la vigilancia de la ruta que siguieron desde la costa y unos más se encontraban en la Villa Rica de la Veracruz. Aún contaba con sus aliados tlaxcaltecas, que eran poco más de 2 000, y confiaba en que continuaran odiando a los mexicas, porque su seguridad dependía en buena medida de la enemistad entre ambos señoríos indígenas.
Cortés ordenó que 70 hombres marcharan con él y puso la capital mexica en manos de Pedro de Alvarado, su hombre de mayor confianza, aunque también el más arrebatado. Cuando lo vieron por vez primera, los indígenas se sorprendieron por su apariencia: era muy alto y rubio, por lo que lo llamaban Tonatiuh (el hijo del Sol). Al comienzo de la expedición, Cortés tuvo algunas diferencias con él debido a su indisciplina, pero con el paso de los días demostró su autoridad y Pedro la respetó.

*Fragmento del libro Las caras ocultas de Hernán Cortés, de Alejandro Rosas © 2019, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Fuente: Letras Planeta

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