’Catón’

Las cuaresmas de ayer

Las cuaresmas de ayer
Periodismo
Abril 18, 2019 11:28 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

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Ya no hacen las semanas santas como las hacían antes. López Velarde llamó ’opaca’ a la cuaresma, porque en sus tiempos lo era. Se suspendía el ritmo de la vida durante largos 40 días penitenciales; los mismos que duró el Diluvio; los mismos que Juan el Bautista, y luego Cristo, se retiraron al desierto a hacer penitencia y meditar.

Muy cuaresmal era la cuaresma en Saltillo. Habían pasado el carnaval y las carnestolendas (Robertito Guajardo, el más conspicuo homosexual de la ciudad, era el invariable ganador del concurso de trajes del Casino, con su magnífico atavío de rey Gambrinus, el inventor de la cerveza). Cuando llegaba el miércoles de ceniza todo mundo lucía en la frente el indispensable ’jesusito’, que así nombraba el pueblo a la mancha de ceniza que el sacerdote ponía a los feligreses al recitarles en latín el tremendo Memento que les recordaba que polvo eran y en polvo se iban a convertir. Aquél que no mostraba en la frente la señal de aquella invocación de las postrimerías, era calificado ipso facto de herético o ateo, y se le auguraba segurísima condenación.

Bien hubiera podido decirse que la ceniza había caído sobre toda la ciudad. Se acababan las diversiones. No había bailes ya, y los cines quedaban desiertos como casa de mala nota en lunes. Inútilmente don Gabriel Ochoa ponía en la cartelera de su Cinema Palacio la película ’Misión blanca’, con Jorge Mistral, o ’El Mártir del Gólgota’, en que José Cibrián la hacía de Jesús. La gente no acudía, pues ir al cine era también anatema.

En las casas se cerraban los postigos de las ventanas, para ni siquiera dejar entrar la luz del exterior. Con velos negros o morados se cubrían los espejos, símbolo de la terrena vanidad. Igualmente se velaban las imágenes de los santos, ya fueran de bulto o en cromos que colgaban de la pared. Los radios ya no sonaban. En algunas casas se tapaban hasta las jaulas de los canarios, el gorrión parlero o el corajudo chico cagón, para que ni siquiera los pájaros cantaran.

Siempre hacíamos ejercicios espirituales en preparación para la temporada. Los había para todos: niños y niñas; jóvenes y jovencitas -siempre separados-; señores y señoras; matrimonios; estudiantes; dependientes de comercio; empleadas domésticas -se llamaba así a las criadas-; oficinistas… Venían predicadores de otras partes, famosos por su elocuencia suma. A uno de ellos oí yo decir esto:

-Levanten la mano los que crean, como ese tal Darwin, que el hombre desciende del chango.

Nadie la levantaba, por supuesto.

-Qué bueno -nos felicitó-. El que la hubiera levantado es porque era un hijo de la changada.

La influencia eclesial era muy grande, y la Iglesia era más un poder de la tierra que del Cielo. Quienes no observaban los ritos cuaresmales –el de la ceniza, el de abstenerse de diversiones mundanales, etcétera- era objeto de rechazo por la sociedad. Hacer la visita de las siete casas –siete iglesias que se visitaban el jueves santo- era muy bien visto, y se convertía en una ocasión social en que los visitantes se saludaban unos a otros con afabilidad el encontrase en las calles o los atrios. También gozaban de consideración los que iban a oír el sermón de las Siete Palabras, larguísima perorata que duraba dos horas por lo menos. No sé por qué le decían ’de las Siete Palabras’, si eran miles y miles las que decía el sacerdote. Su principal objetivo era hacer llorar a la feligresía.

-El padre Fulano estuvo brillantísimo –decían las beatas al término de la homilía-. El 75 por ciento de la concurrencia lloró.

Lo dicho: las cuaresmas ya no son como antes eran.

No sé si para bien o para mal.

Una íntima tristeza reaccionaria, como la del poeta de Jerez, me dice al oído que más bien para mal.

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