Perfil de México
Armando Ríos Ruiz
Después de dos años de gobierno, sabemos de la inocultable aversión del presidente López Obrador a los medios que lo critican. Los simpatizantes lo corean y los ’realistas’ —porque ven la realidad— secundan a los que escriben. Tal es la división que ha creado.
No es consciente de que él mismo da la pauta sólo por hablar. Usa sus mañaneras para censurar. Lanza denuestos a discreción. Imagina ocurrencias. Incomoda con información desagradable y con respuestas sin sustento. Atenta contra el trabajo de los informadores al pedir sus cabezas.
No admite que la prensa es atenta de las cosas buenas y malas de la gente pública. Denuncia sus malos actos para prevenir algo peor y para que sean corregidos. Delata la ineficiencia, aunque también aplaude los aciertos. Cumple con muchas funciones en bien de la sociedad.
En todo el mundo merece respeto por su colaboración con la denuncia pública. La que no se hace en los tribunales. En estados Unidos sirvió para echar de la Presidencia a un mandatario que se negó a colaborar con la investigación de un robo de documentos, que ocasionó una crisis institucional. Richard Nixon tuvo que dimitir. Allá, la ley funciona.
El mandatario mexicano bautizó a los periodistas incómodos como chayotereos. Chayote se llama el soborno que el propio gobierno inventó para controlarlos. Gonzalo N. Santos fue el primero en entregar cinco mil pesos oro al director de un diario. Los periodistas jamás lo hubieran imaginado.
El mismo López Obrador está inmerso en la práctica. La Jornada es su medio consentido. A punto de desaparecer, el corrupto gobierno de Peña Nieto le inyectó varios cientos de millones para evitar su quiebra.
Hay otros medios. Además, gente que jamás se dedicó al periodismo, está en la nómina. Tipos como Lord Molécula son hoy personajes distinguidos. Otros, hasta candidatos a diputados plurinominales. Como el caso de El tuerto Paul Velázquez, cuya profesión es tan falsa como su ojo apagado.
El viernes dijo: ’está por verse si el pueblo va a querer que regresen los saqueadores, los rateros’. En campaña, el planteamiento es una invitación a la reflexión de los seguidores.
La respuesta es fácil. Los mexicanos no quieren que regrese ningún ratero ni saqueador. Desean que se vayan definitivamente. Los anteriores ya se fueron.
Lo que muchos desean es que se acaben las ocurrencias. Las mentiras que son una constante.
Las iniciativas en las cámaras, que suelen ser una amenaza, como las que urdía Santa Anna. Que el Congreso de la Unión y de los estados se nutran con gente calificada y no con títeres obedientes a la voz del que manda.
Que la Presidencia deje de confrontar. Que no dilapide el dinero de México. Que desaparezca la idea de la dictadura que se vislumbra en sus sentencias, como la consigna de aprobar sus iniciativas sin quitarles una coma.
Los mexicanos quieren tranquilidad. Que el gobierno se dedique a resolver problemas, aunque sean pocos. Que no soslaye puntos tan graves como el de la delincuencia, a la que aconseja abrazar.
Lo que los mexicanos quieren forma parte de una lista muy larga, de dos años. Como la que costó a otros gobiernos escribir en decenas de lustros.