Catón
Armando Fuentes Aguirre
Yo amo a la Ciudad de México. La amo como a una giganta, con miedo de que al hacerle el amor me rompa las costillas y partes más preciadas aún de mi anatomía. Viví en la Capital cinco años de mi juventud, cuando la ciudad todavía era ciudad y cuando yo todavía era yo. Entonces no se conocía la palabra esmog, y la espléndida visión de los volcanes era regalo diario. El Popo y el Ixta se esforzaban mucho en parecerse a los almanaques de Jesús Helguera, y el Valle de México –todavía la región más transparente del aire– era un inmenso cromo con las diafanidades de Velasco y el dramatismo de Atl.
Ahora la Capital es un monstruo temible y adorable. Voy a ella, y cuando puedo aparto dos o tres horas para mí y recorro los sitios amadísimos del Centro Histórico. Deambulo sin rumbo y sin itinerario. Entro a comer en figones sospechosos; meriendo en un café de chinos; desayuno chocolate con churros en ’El Moro’, por San Juan de Letrán. (No digo nunca ’Eje Central Lázaro Cárdenas’. Cuestión de principios, sabe usted. O, quizá, ya de fines).
Hace unos días fui otra vez a la gran Ciudad. Dicen que la cabra tira al monte. Yo, quién sabe por qué, tiro al montón. Otra vez recorrí el centro de la gran urbe portentosa. En esta ocasión mis pasos me llevaron a la plazuela de Loreto, donde Manuel Tolsá, el gran escultor que hizo El Caballito, levantó un templo cuya cúpula se parece a la de San Pedro en Roma. En él se venera una preciosa imagen pequeñita: la del Santo Niño Muevecorazones. Si tu jefe no quiere aumentarte el sueldo, el Niño le moverá el corazón. Si tu novio te hizo un niño el otro Niño le moverá el corazón y se casará contigo. No hay corazón que el Santo Niño Muevecorazones no pueda conmover.
Cerca está el antiguo convento de Santa Teresa la Nueva (¿Cuál sería la Vieja?). En tiempos de la Colonia la madre superiora se enteró de que la gente les decía a las enclaustradas ’monjas chocolateras’, y de inmediato añadió a la Regla de la orden una prescripción por la cual quedaba prohibido tomar chocolate en el convento para evitar murmuraciones. Las hermanitas le hicieron una revolución. Destituyeron a la reverenda, derogaron la disposición y siguieron muy campantes tomando chocolate.
Ese convento fue destinado luego a la Escuela de Ciegos que fundó en 1870 don Ignacio Trigueros. En cierta ocasión el poeta Juan de Dios Peza visitó el plantel y en el libro de visitantes escribió –improvisándola– una décima que yo no conocía, pero que pongo ahora, pese a su brevedad, entre lo mejor y más profundo salido de la pluma del celebrado autor de ’Reír Llorando’. He aquí ese pequeño poema. Leerlo con detenimiento es aprehender –aprender– su hondo sentido.
Yo llamo ’ciego’, aunque ve,
al que niega y al que ignora.
El ciego busca su aurora
en la Ciencia y en la Fe.
Sin ojos ve a Dios, lo ve,
pues Dios es luz penetrante.
El escéptico, ignorante
que ofusca en sombra el deseo,
le dice a Dios: ’No te veo’,
¡cuando lo tiene delante!