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Plaza de almas

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Periodismo
Febrero 05, 2019 19:50 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

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Llámame pendejo, Armando. Por favor, llámame pendejo. No ’tonto’, ’menso’ o ’zonzo’. Pendejo, así con todas sus letras. De seguro no me lo llamarás, pues soy tu tío. Pero también somos amigos y por tanto puedes asestarme ese calificativo y otros más sonoros aún. No me ofenderás, te lo aseguro: los mereceré de sobra todos. Voy a decirte por qué. Tú conoces mi edad: es tres veces mayor que la tuya. Debido a esa circunstancia ves mejor que yo, oyes mejor que yo, caminas mejor que yo… Y lo más importante: tú eres capaz de excitarte hasta con una escoba, en tanto que yo requiero ya estímulos mayores. He de decirte que aun así todavía empleo esos fármacos –¡benditos sean!– que han venido a aumentar los años útiles de quienes ya eran inútiles. Habré de necesitarlos algún día, claro, y venido el caso los utilizaré para seguir gozando, siquiera sea a trompicones, de ese inefable goce que es el trato de cama con mujer. Si Diosito bueno inventó deleite más deleitoso que ése seguramente se lo guardó para él y no lo ha comunicado a nadie. De mí te sé decir que cuando llegue el momento de irme de esta vida tomaré el camino a la otra con la esperanza de que en el Cielo me reciba, a más del buen Señor, un ángel femenino de rostro angelical y curvas no tan angelicales que me guiñará el ojo a hurtadillas. Entonces sabré que estoy en el paraíso, y no me importará tener que escuchar a mañana, tarde y noche el monótono coro de los bienaventurados, ni soportar el continuo revolar como de mosca de querubines y serafines sobre mi cabeza. Esa criatura celeste me llevará a descansar –y a algo más– en lugares de verdes y delicados pastos, aleluya. Pero advierto que me estoy yendo por los cerros de Úbeda. ¿Por qué te pido que me digas pendejo? Porque conocí a una hermosa y gentil dama que si bien no me guiñó el ojo –ya no se usa– me dio a entender con sus miradas que yo no le era indiferente. Más aún: hizo conversación conmigo, y en un momento dado de la charla me dijo esto: ’Qué bonitos labios tienes, Felipe. Me gustará alguna vez probar tus besos’. ¿Puedes pensar en una incitación más clara? Pues bien: ¿sabes qué hice? ¡Nada! ¡No hice nada, sobrino! Sentí un mariposeo en el estómago; me aturrullé todo y apenas acerté a decirle ’Gracias’. ¡Yo, Armando, que hace apenas unos cuantos años era dueño de la palabra y la obra! Y es que tuve miedo de no poder ponerme a la altura de las circunstancias, si entiendes lo que te quiero decir. No soy el único hombre a quien le ha sucedido algo así. Ese temor es frecuente entre los de mi edad. Pensamos que a la hora de la verdad fallaremos lamentablemente. Así la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes, y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los pálidos toques del pensamiento. Esto último no es mío; es de Shakespeare en ’Hamlet’. Por tanto no sucedió nada. Ella se fue a su casa; yo a la mía. Después de un par de semanas me topé con la dama y juzgué mi deber explicarle lo que me había sucedido, para que no fuera a pensar que la cosa estuvo en ella. Y entonces me dijo algo muy bello; algo que sólo una mujer sensible puede decirle a un hombre. Me dijo con una sonrisa comprensiva: ’Tonto. Yo no quería tus erecciones. Quería tus emociones’. Eso quiere decir, Armando, que efectivamente no estuve a la altura de esta mujer, pero en un sentido totalmente contrario al que pensé. No la entendí. Y si no entiendes a una mujer es porque no entiendes a ninguna. Dime pendejo entonces. No ’tonto’, ’menso’ o ’zonzo’. Pendejo, así con todas sus letras… FIN.

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